Hay una arquitectura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una arquitectura para cuando estás calmado. Ésta es la mejor arquitectura, creo yo. También hay una arquitectura para cuando estás triste. Y hay una arquitectura para cuando estás alegre. Hay una arquitectura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una arquitectura para cuando estás desesperado.
Tomemos, por ejemplo, un arquitecto medio, un tipo tranquilo, culto, de vida más o menos sana, maduro. Un hombre que compra libros y revistas de arquitectura. Bien, ahí está. Ese hombre puede comprender aquello que se construye para cuando estás sereno, para cuando estás calmado, pero también puede analizar cualquier otra clase de arquitectura, con ojo crítico, sin complicidades absurdas o lamentables, con desapasionamiento.
Ahora tomemos al arquitecto desesperado, aquel a quien presumiblemente va dirigida la arquitectura de los desesperados. ¿Qué es lo que ven? Primero: se trata de un arquitecto adolescente o de un adulto inmaduro, acobardado, con los nervios a flor de piel. Es el típico pendejo (perdonen la expresión) que se suicidaba después de visitar el Museo Guggenheim de Bilbao. Segundo: es un arquitecto limitado. ¿Por qué limitado? Elemental, porque no puede ver más que arquitectura desesperada o para desesperados, tanto monta, monta tanto, un tipo o un engendro incapaz de comprender La Casa Estudio de Luis Barragán, por ejemplo, o El museo de arte Kimbell (en mi modesta opinión un paradigma de la literatura tranquila, serena, completa), o, si a eso vamos, La biblioteca de Asplund o el Atles Museum de Schinkel....
Los arquitectos desesperados son como las minas de oro de California. ¡Más temprano que tarde se acaban! ¿Por qué? ¡Resulta evidente! No se puede vivir desesperado toda una vida, el cuerpo termina doblegándose, el dolor termina haciéndose insoportable, la lucidez se escapa en grandes chorros fríos. El arquitecto desesperado (más aún el artista desesperado, ése es insoportable, créanme) acaba por desentenderse de la arquitectura, acaba ineluctablemente convirtiéndose en desesperado a secas. ¡O se cura! Y entonces, como parte de su proceso de regeneración, vuelve lentamente, como entre algodones, como bajo una lluvia de píldoras tranquilizantes fundidas, vuelve, digo, a una arquitectura proyectada para lectores serenos, reposados, con la mente bien centrada. A eso se le llama (y si nadie le llama así, yo le llamo así) el paso de la adolescencia a la edad adulta. Y con esto no quiero decir que cuando uno se ha convertido en un arquitecto tranquilo ya no contempla edificios para desesperados. ¡Claro que los mira! Sobre todo si son buenos o pasables o un amigo se los ha recomendado. Pero en el fondo ¡lo aburren! En el fondo esa arquitectura amargada, llena de armas blancas y de Mesías ahorcados, no consigue penetrarlo hasta el corazón como sí consigue una obra serena, una obra meditada, una obra ¡técnicamente perfecta!
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